Educar Para Saber Esperar

¿Puede el sexo esperar?

La experiencia sacerdotal me ha enseñado, al ir descubriendo el misterio de la naturaleza humana- su afectividad, su racionalidad, su sexualidad, entre otras- que éstas requieren de un enorme proceso de educación para llegar a ser aquello que Dios ha planeado para el hombre desde la eternidad. La tentación a dejar a la naturaleza misma al azar o a las circunstancias todo aquello que somos como personas es exponernos al peligro de terminar en un puerto que no es precisamente al que queríamos conducir nuestra vida. Es por eso que de la misma manera en que somos educados para leer, escribir, caminar, también somos educados para amar. La experiencia del amor no puede dejarse en estado “salvaje” esperando que el tiempo haga sólo su obra.

 

En un niño, moderar los placeres no es algo que él pueda hacer de manera independiente. (“déjalo-dicen a veces los padres-ya irá aprendiendo solo”). Esta actitud es lo que ha dado al traste con la afectividad y las relaciones esponsales de los jóvenes que desde temprana edad están pensando en matrimonio, dejándose llevar sólo por la obcecación de una afecto al que ellos suelen llamar “amor”. De este modo, el impulso del cuerpo, la fuerza de la genitalidad, la pasión que les abrasa les lleva a tomar decisiones equivocadas que pagan dolorosamente en el transcurso de sus vidas.

 

Infortunadamente no existe siempre entre los padres de familia y los educadores la conciencia de que las virtudes, como los vicios, van entrelazados entre si y que descuidar uno solo de ellos equivale a descuidar otros que, como efecto dominó, van haciendo que caigan uno tras otro sin saber cuál fue la raíz de todo.

 

De tal modo que para educar el deseo y cultivar la castidad es importante tener en cuenta que:

1. Los dinamismos amorosos deben ser vividos humanamente, es decir, guiados por la razón y no por el instinto.

2. La experiencia del amor que se les da a los hijos, es decir, ese amor que reciben de sus padres los mueve a secundarlo; y la atracción que la otra persona ejercita en el propio interior de uno mismo es donde se encuentra el inicio de la ordenación del amor.

3. La caridad, como un don del Espíritu Santo, nos otorga una primera integración y nos acompaña en su personalización. No se pueden desligar amor y genitalidad puesto que terminaría instrumentalizándose el sexo y convirtiéndolo en un fin en sí mismo.

Ahora bien, el ejercicio educativo de la propia afectividad y del propio deseo para alcanzar la castidad requiere de la integración de la razón con la emoción; ella debe gobernar, pero no despóticamente sino políticamente es decir, convenciendo de que si saben seguir un bien que la razón señala, podrá alcanzar sus propios intereses pero de una manera aún mayor. Creo que es aquí donde se encuentra el nudo que se forma por la lucha que se libra durante los años de la juventud. En ella, la afectividad y el deseo, cuando no han sido educados o 1- bien se le trata con despotismo imponiendo conductas prohibitivas sin estar preparados para ello, muchas veces con argumentaciones que terminan convirtiéndose en un lastre moral pues al no ser cumplidas a cabalidad sencillamente se vuelven nuestro propio verdugo o 2- se les deja al libre arbitrio para que persigan según su propio deseo el placer que le sea más cercano. De esta manera nos podemos encontrar una persona que se forma de manera escrupulosa o una moralmente laxa (Muchos son los casos de confesión donde se encuentran escrúpulos de conciencia o laxitud total).


Hoy no es fácil encontrar en los colegios procesos educativos del deseo y de la afectividad para la castidad; lo que encontramos son sólo padres y docentes que proporcionan soluciones técnicas, higiénicas y de sexo “seguro” para con los chicos, consiguiendo de esta manera tener jóvenes que saben cómo evitar embarazos pero no saben cómo amar y menos aún saben esperar.


El proceso de educación del deseo y del afecto empieza en el amor que genera seguridad y confianza. Éste amor es lo que logra que los niños, aun cuando a veces no entiendan las reglas y las enseñanzas que se les transmiten, las vayan asimilando con la convicción de que están siendo dadas por alguien que les ama y que quiere lo mejor para ellos. Es así como vamos entendiendo que la educación no empieza en el intelecto sino en la voluntad. Cuando sólo se quieren transmitir valores “racionales” pero provenientes de personas que no son de nuestros afectos o no son de fiar entonces éstas pueden racionalizarse como verdades que no comprometen la existencia. En este sentido me acuerdo de la parábola de los hijos a quienes el padre envía a su viña y dice a uno de ellos “Hijo, ve a mi viña”, a lo que responde “ya voy”, pero no va. Aquí está uno de los ejemplos claros de esto; el asentimiento de la razón que no va acompañado del asentimiento de la voluntad. Saber cuando algo es bueno pero aún así no hacerlo por la sencilla razón de que aun siendo cierto no importa para quien lo sabe.


Finalmente, ¿cómo entender la castidad?

Creo que es necesario recurrir a aquella bienaventuranza proclamada por Jesús en el Sermón del Monte: “Bienaventurados los LIMPIOS de corazón porque ellos verán a Dios”. Ésta bienaventuranza ha sido clave para el entendimiento de la castidad pues es inobjetable el hecho de que hoy encontramos personas físicamente vírgenes, pero por lo que ellos llaman “falta de oportunidades” o temores, y no por convicción. La castidad va unida indisolublemente a la limpieza del corazón donde las miradas, las conversaciones, los deseos, están desprovistos de toda mala intención y deseo escondido. La castidad es lo que permite establecer relaciones verdaderas de amistad o de noviazgo sin traspasar los límites de ninguno de los dos; domina los impulsos sexuales y el movimiento afectivo, otorga una visión nueva y una reinterpretación del sentido interno de la sexualidad, transforma los afectos y logra una mirada nueva que permite descubrir en cada persona el misterio de Dios que hay en cada uno.


Pbro. Juan Ávila Estrada.

Especialista en Matrimonio y Familia.